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Los clásicos y sus ecos: la vigencia de la literatura en la educación

En mi labor como docente de materno en el colegio FACE pienso a menudo: ¿cómo puedo establecer un puente entre los clásicos y los jóvenes? En nuestro colegio la lectura no actúa como imposición, sino como una elección libre y personal. Pero entonces surge la pregunta: ¿en esta libertad puede diluirse la voz poderosa de una lectura vital? Los clásicos no son libros aislados, sino mapas y constelaciones.

Por: Bruno García, Maestro de Materno y Socio naturales
y Materno.

Ítalo Calvino (1992) escribió que “un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lea aquel, reconoce enseguida su lugar en la genealogía” (p. 9). Gracias a ellos descubrimos orígenes, relaciones y dependencias. Se esconden en los pliegues de otros: Homero forma parte de la genética de Joyce; el mito platónico de la caverna regresa en Alicia en el país de las maravillas y en la película Matrix; el doctor Frankenstein de Mary Shelley fue imaginado como un moderno Prometeo; el viejo Edipo se reencarna en el desgraciado Rey Lear; y el mito de Eros y Psique revive en La bella y la bestia.

Shakespeare afirma: “Somos de la misma materia de la que están hechos los sueños, y nuestra breve vida está circundada por el sueño” (Shakespeare, 2003, p. 128). Calderón de la Barca (1999) escribe que “la vida es sueño”, y Schopenhauer (2004) responde: “la vida y los sueños son páginas del mismo libro” (p. 57). Las palabras atraviesan el tiempo, dialogando entre autores muertos y acercando épocas. El periodo clásico se entrelaza con la modernidad, y el clásico de la posmodernidad susurra un diálogo secreto con el medioevo.

El problema, para algunos, es la llegada a los clásicos. Incrustados en programas escolares de la educación tradicional como lecturas obligatorias, corremos el riesgo de volverlos imposiciones, y eso ahuyenta al niño del amor por la literatura. En La desaparición de la literatura, Mark Twain ironiza al definir un clásico como “un libro que todo el mundo quiere haber leído, pero nadie quiere leer” (Twain, 2011, p. 73). ¿Qué impulsa esta hipocresía lectora? El miedo infantil a no defraudar, a ser excluidos. Recién enamorados, tal vez fingiremos ser lectores de los libros que ama la otra persona para aproximarnos a ella. Al mentir, ya no hay camino de vuelta: hablamos de lo que no sabemos, sosteniendo opiniones que no son propias. Esta impostura resulta más fácil de mantener cuando hablamos de clásicos, porque son familiares de alguna forma: forman parte de una biblioteca colectiva, como presencia atmosférica.

Sin embargo, volviendo a Calvino (1992), “los clásicos son libros que, cuanto más creemos conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad. Nunca terminan de decir lo que tienen que decir” (p. 10). Naturalmente, esto ocurre si nos emocionan, si nos enamoran de verdad, no cuando nos obligan a leerlos.

La educación con amor de FACE se propone enamorar al lector desde su libertad. Yo, como docente, me tomo el atrevimiento de hablarles a los chicos sobre Madame Bovary, de leerles en voz alta Romeo y Julieta, de llorarles con Las penas del joven Werther, de mitigarles la cólera de Aquiles en el lamento por Patroclo, de caminar con Santiago Nasar vuelto fantasma de regreso a casa, y después mirar a los chicos directo a los ojos para preguntarles: ¿qué les ha parecido este fragmento? ¿Qué han sentido? Ahí está la educación humanista vibrando en la caja de resonancia que es el mundo. 

Busco la adaptación cinematográfica y cada nueva forma de expresión —publicidad, manga, rap, videojuegos— que acerque, reviva y traiga a los clásicos, porque estoy convencido de que el tiempo no podrá silenciar a Shakespeare o Cervantes. Creo, como Andrés Caicedo, que el arte le gana la batalla a la muerte y nos adentra en el terreno de la inmortalidad.


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