Cada vez que me adentro en la Biblioteca del colegio FACE, pienso en Alejandro Magno, estudiante de Aristóteles. Se cuenta que, en uno de sus primeros decretos, declaró: “La tierra, la considero mía”. Y justo allí comenzó su ambicioso plan de reunir todos los libros existentes en la gran Biblioteca de Alejandría.
Por: Bruno García, Maestro de Materno y Socionaturales
Reunir todos los libros del mundo es, en sí misma, una forma de conquista—simbólica, mental y pacífica— de poseer el mundo. Por eso, esa sensación de enormidad me embarga el alma cuando entro en nuestra biblioteca, y me lleva a pensar en el lector como un viajero. No un conquistador armado, sino uno de espíritu inquieto que navega por palabras y mundos imaginados.
La biblioteca del colegio es reciente, pero ya se ha convertido en un lugar que niños y jóvenes claman por visitar. Nos perdemos durante horas en su atmósfera sagrada, en ese silencio cargado de ideas, de promesas, de viajes invisibles. Pero ¿por qué ocurre esto?
Tal vez esto es lo que pretendo dilucidar en este texto, sin más pretensión que divagar por el placer de la literatura como un viajero errante, como Ulises perdido en el egeo buscando su regreso a Ítaca, en búsqueda de Penélope. pues considero que, al cruzar su umbral de la biblioteca, salimos del tiempo cotidiano. La biblioteca es un lugar atemporal, un santuario y, sobre todo, un portal. O como lo llamaría Borges: Un Aleph, un punto en el espacio que contiene todos los puntos del universo. Una suerte de portal infinitesimal que permite ver simultáneamente todas las cosas del mundo (Borges, 1949).
Alejandro Magno soñó con poseer la tierra, nosotros, los lectores, soñamos con comprenderla, imaginarla, transformarla. En la biblioteca no dominamos el mundo, pero nos encontramos con él, y en ese encuentro silencioso y profundo, algo en nosotros también se transforma. Es imposible sumergirse en un libro y no regresar siendo otro; la lectura es un acto de transformación profunda, es igual que un gran viaje. Toda biblioteca es un viaje, todo libro es un pasaporte sin caducidad. Cuentan que Alejandro Magno recorrió las rutas de África y Asia sin separarse de su ejemplar de La Ilíada, al que acudía, según los historiadores, en busca de consejo para alimentar su afán de trascendencia. La lectura como una brújula le abría los caminos de lo desconocido.
En medio de este espacio infinito, volvamos a la idea mágica de abrazar la totalidad de los libros. Este lugar es un santuario prodigioso, el laberinto completo de los sueños de la humanidad… y también de sus pesadillas. Es el reino de las palabras, esas contracciones de aire que exhalamos por la boca, que dejamos impresas en los papeles, y que dan forma —a veces, sin que lo notemos— a nuestro pensamiento.
Cuando James Joyce cerró su soberbia novela Ulises, lo hizo con un monólogo interior que cae como la noche en la mente de un personaje femenino: Molly Bloom, la Penélope moderna, pensando y divagando sin comas ni puntos. Porque así son nuestros pensamientos: palabras tras palabras, como un caudal incontenible que fluye sin interrupciones, sin lógica aparente, pero cargado de sentido. Joyce cerró su libro así:
“sí quería yo decir sí mi flor en la montaña y primero lo rodeé con los brazos sí (…) y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero Sí.” (Joyce, 2016).
Con esto, Joyce elevó el lenguaje y la literatura a una forma pura de expresión del pensamiento humano. Rompió las estructuras convencionales para acercarse más a la verdad íntima de la conciencia, al fluir desordenado pero auténtico del alma. Ulises no solo es una novela; es un laboratorio del lenguaje, un acto de ruptura y creación.
Y ahora, ¿a dónde nos llevan los libros? Tal vez a lugares ignotos. Tal vez no a destinos claros, sino a territorios inexplorados del pensamiento.
Porque los libros son viajes a los campamentos de Yukón, o a las orillas del Misisipi, o a las fortalezas de If, las posadas del almirante Benbow, o los montes de las Ánimas, las selvas de Misiones, del lago Maracaibo, o las diáfanas aguas del río de Macondo, del barrio de Benia Kirk, en Odesa o de los campos melancólicos de la campiña francesa que caminaba Madame Bovary, o del pestilente antro en la frontera con Mordor de Ella Laraña, del páramo junto a la mansión de los Baskerville, de las librerías del D.F. en Los detectives salvajes, del pueblo de Comala perdido entre los quejidos de los fantasmas, del bosque de Sherwood, del siniestro laboratorio de anatomía de Ingolstad de Frankenstein, de la arboleda del barón Cósimo en Ombrosa, de la isla de Ítaca dónde penelope teje y desteje su telar. Los libros no solo nos llevan muy lejos, sino que también nos revelan algo crucial, y es que el verdadero viaje de nuestras vidas es para dentro. Esa es nuestra odisea. Como escribió Cavafis en su poema Ítaca en Alejandría, llamada ahora El Cairo:
“Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes”.
(Cavafis, 2003)